A comienzos del siglo XIX la
legislación criminal inglesa era conocida con el nombre de Código Sangriento debido a que preveía la pena de muerte para casi
230 delitos, entre ellos el robar nabos, asociarse con gitanos, dañar a los
peces de un estanque, enviar cartas amenazadoras, ser detenido armado o
disfrazado en un descampado, así como el asesinato a sangre fría. Para la
aplicación de tan terrible código no se hacían excepciones respecto de la edad
(se llegó a ejecutar a niños de 10 años) ni del sexo.
En
aquel tiempo las horcas y los patíbulos eran tan comunes en las campiñas
inglesas que se usaron, durante muchos años, como punto de referencia en las
primeras guías editadas para viajeros o turistas. En esos cadalsos permanecían
los cuerpos de las víctimas hasta que se pudrían.
Un
conocido exponente de la severidad y rigor con que algunos jueces ingleses
aplicaban la justicia fue el tristemente célebre Sir Horace Avery (siglos XIX y
XX), más conocido por El Juez de la horca,
por la enorme cantidad de sentencias de muerte dictadas desde los 25 años hasta
los 84, que murió. Fue presidente de Old Bailey, la mayor audiencia de lo
criminal existente en el mundo, y que en el sistema jurídico inglés venía a
representar lo que la Sala de lo Criminal del Supremo en España. Este tipejo
llegó a prohibir por sentencia la apertura de los cines los domingos. Durante
un discurso que resumía un proceso contra un confitero acusado de atender a un
cliente después de la hora de cierre, llegó a decir: “Es preciso atajar con
vigor las tendencias de aquellas personas que incurren en la perniciosa práctica
de tomar golosinas después de las nueve de la noche”.
Sirva
como ejemplo de la inepcia y sandez de la palabrería judicial.
La oveja feroz
02.05.16
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