Una vez un tipo estrafalario que posaba de “científico” me dijo que estaba a punto de conseguirse aislar a Dios en un laboratorio. Estaba convencido de que Dios era un virus. O una célula. O una bacteria. O un cromosoma. No sé; algo minúsculo que sólo puede ser detectado en un laboratorio. Afirmaba que los que creían en Dios tenían abundancia de eso en la sangre. Y los que no creían eran inmunes al virus, o carecían de ese cromosoma, y no podían ser contagiados. Lo que no me dijo es si una vez aislado este virus, y oportunamente inoculado en un ateo, éste se convertía. Tampoco especificó si ese Dios sería el de los mahometanos, cristianos o adventistas manchúes por la revelación. Tampoco supo decirme si una sobredosis de ese virus permitiría al inoculado caminar sobre las aguas, resucitar muertos o convertir las acelgas en jamón de jabugo. Yo le respondí que si efectivamente Dios fuera un virus o una bacteria, podría fácilmente encontrarse una vacuna contra él, vacuna que, perfectamente distribuida en el mundo, anularía el efecto Dios en sus habitantes, haciendo del planeta un lugar habitable. Claro que si se enterase la Conferencia Episcopal, tratarían de eliminar ese descubrimiento, guardarlo bajo siete llaves para seguir mangoneando el mercado de la salvación. Así hicieron con los libros sagrados descartados al introducir su canon ortodoxo. Pensándolo bien, la idea de mi amigo no es tan descabellada: Dios un virus, una bacteria, una agente infeccioso que ha devenido pandemia y mantiene enferma a la mayoría de la población. ¡Joder qué filón!
La oveja feroz
02.02.10
martes, 2 de febrero de 2010
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