Ya iniciada la Guerra Civil, Salamanca convertida en cuartel general de la insurrección, Miguel de Unamuno, que previamente había criticado a la República por su mal hacer, en medio de todas las fuerzas del alzamiento, pronunció este discurso:
«Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. Callar, a veces, significa mentir, porque el silencio puede interpretarse como aquiescencia.
»Había dicho que no quería hablar, porque me conozco; pero se me ha tirado de la lengua y debo hacerlo. Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo he hecho otras veces. Pero no, la nuestra solo es una guerra incivil. Nací arrullado por una guerra civil y sé lo que digo. Vencer no es convencer y hay que convencer sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión; el odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora, inquisitiva, mas no de inquisición. Quisiera comentar el discurso (por llamarlo de alguna forma) del profesor Maldonado. Dejemos aparte el insulto personal que supone la repentina explosión de ofensas contra vascos y catalanes. El obispo, quiera o no, es catalán, nacido en Barcelona, para enseñaros la doctrina cristiana, que no queréis conocer, y yo, que, como sabéis, nací en Bilbao, soy vasco y llevo toda mi vida enseñándoos la lengua española, que no sabéis. Eso sí es Imperio, el de la lengua española, y no... ».
(En este punto, Millán Astray, que llevaba un buen rato nervioso, golpeaba con su única mano la mesa e interrumpió con impertinencia: «¿Puedo hablar? ¿Puedo hablar?». Hizo entonces uso de la palabra. Suelta bufidos, voces, vítores. Finalmente Unamuno pudo retomar el hilo de su discurso):
«Acabo de oír el grito necrófilo y sin sentido de ¡Viva la Muerte! Esto me suena lo mismo que ¡Muera la vida! Y yo, que me he pasado toda la vida creando paradojas que provocaron el enojo de los que no las comprendieron, he de decirles, como autoridad en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. Puesto que fue proclamada en homenaje al último orador, entiendo que fue dirigida a él, si bien de una manera excesiva y tortuosa, como testimonio de que él mismo es un símbolo de la muerte. ¡Y otra cosa! El general Millán Astray es un inválido. No es preciso decirlo en un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma. Desgraciadamente hay hoy en día demasiados inválidos en España. Y pronto habrá más, si Dios no nos ayuda. Me duele pensar que el general Millán Astray pueda dictar las normas de psicología de las masas. Un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre (no un superhombre) viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como dije, que carezca de esa superioridad del espíritu, suele sentirse aliviado viendo cómo aumenta el número de mutilados alrededor de él.
»El general Millán Astray no es uno de los espíritus selectos, aunque sea impopular o, quizá por esta misma razón, porque es impopu¬lar. El general Millán Astray quisiera crear una España nueva (creación negativa sin duda) según su propia imagen. Y por ello, desearía ver a España mutilada, como inconscientemente dio a entender».
(En este punto interrumpió Millán Astray al grito de «¡Muera la inteligencia!», matizado por un José María Pemán que intentaba restañar lo irrestañable con el de «¡No! ¡Viva la inteligencia! ¡Mueran los malos intelectuales!». Es imaginable la pita que se armó entre falangistas, profesores y público, frente a un viejo que se había atrevido a decir lo que nadie en España, en aquellas circunstancias, habría sido capaz de espetarle a un ser moralmente tan repulsivo. Cuando la grita remitió y se hizo de nuevo el silencio, Unamuno pudo proseguir)
«Este es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir, necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España. He dicho».
En ese momento Carmen Polo, escudada en Pemán, le dio su brazo, y así, amparado por la mujer del ya proclamado Jefe del Estado pudo salir ileso del lugar.
(El discurso, y los paréntesis en cursiva, los he tomado de Andrés Trapiello, de su libro de lectura obligatorio Las armas y las letras)
La oveja feroz
29.09.11
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Hubo mas de un francotirador,pero la ocasión no fue propicia.
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